Juan Carricondo Asensio
Breve reseña de mi estancia en
las Menas. Desde junio de 1950, hasta enero del 1951, mi padre estuvo destinado
como Brigada Comandante del Puesto de la Guardia Civil de Las Menas de Serón,
poblado minero “Compañía Cabalga San Miguel, con una población de más de tres
mil personas, situado a 2.100 metros de altura y a 9 kilómetros de Serón.
En el cuartel había 8 pabellones,
con alumbrado eléctrico y agua corriente, un cuarto de puertas con teléfono y
una sala de armas, oficina del jefe del puesto.
Disponía también de unos
lavaderos y unos trasteros para almacenar la leña (ya que los inviernos eran
muy fríos).
En el poblado minero, también
había un economato, varios bares, un pequeño hospital con médico y sanitarios,
así como una escuela para los niños.
Estos tenían que llevar un trozo
de leña cada día a la escuela para calentarse.
No había carretera y se
utilizaban caballerías como medio de transporte (que eran facilitadas por la
compañía minera), y siempre acompañados por un mulero.
El mineral era transportado en
unas vagonetas, sobre un cable aéreo y que luego ( de vacío) aprovechaban para
subir las mercancías y mobiliario que fuera necesario.
Recuerdo el día 12 de octubre del
año 1950 (lo sé con exactitud por ser la festividad del Pilar), cayó una gran
nevada (con una altura de medio metro) y gracias a la leña que teníamos en
abundancia, pudimos soportar tan bajas temperaturas.
En mi memoria está el nombre de
algunos guardias que fueron compañeros de mi padre; Cecilio Martínez, Gerardo
Sastre. Juan Garrido y Juan Escoriza. Todos formábamos parte de una “gran
familia”.
Por lo menos había diez niños (de
los que 4 eran mis hermanos: Loli, Vicente, Pascual y Paco, que allí dio sus
primeros pasos (yo no me cuento porque tenía ya 14-15 años).
RECUERDO DE AQUELLA EPOCA En
diciembre de 1950, aún recuerdo una tarjeta postal enviada a mi padre como
“Felicitación de Navidad” por Don José Castillo, poeta y escritor, Residente en
Serón en la que decía:
A DON VICENTE CARRICONDO
HERRERA,
BRIGADA DE LA GUARDIA CIVIL
MILITAR CABALLEROSO,
INIMITABLE MODELO
COMO PADRE Y COMO ESPOSO.
RUEGO LE CONCEDA EL CIELO,
UN AÑO NUEVO DICHOSO.
Avelino Soto Rodil
Amigo Julián,
el relato de tus lejanas, en el tiempo y el espacio, vivencias en la
localidad de Guadamar, han despertado en mí el recuerdo del destino de mi padre
en el que mayores dificultades hubimos de soportar.
El 19 de junio de 1951, procedentes de la Comandancia de Zaragoza, acompañamos a mi padre que con el empleo de Cabo 1º, se incorporó al Destacamento (Unidades creadas para combatir el bandolerismo en los lugares más peregrinos) de Vilarello de la Iglesia, en el corazón de los Ancares Gallegos y dependiente del Puesto de Piedrafita del Cebrero. Para el que no conozca la comarca deberá saber que era el lugar más inhóspito y deprimido de la, entonces, muy atrasada provincia de Lugo.
La aldea, con
bastante semejanza con los poblados africanos, no tenía acceso por carretera
por lo que desde el valle en el que está ubicada la casona de los Rosones (
Juán José fue ministro con Adolfo Suárez) y a la que sí llegaba la carretera
había que ascender a uña de caballo. Recuerdo a mi padre, debidamente
uniformado, lloviera o nevase, bajar con los libros bajo el brazo hasta la casa
de los Rosones para que el Tte. Coronel Jefe de la Comandancia pasara la
preceptiva revista al Destacamento.
En el crudo invierno ante la falta de actividad tanto de forajidos como de Guardias, éstos vestían con la ropa de pana habitual entre los paisanos, a los que acompañaban al monte en busca de leña e incluso les ayudaban en algunas tareas del campo.
Como no teníamos escuela, el Cura, en un viaje a Lugo, compró libros para prepararnos a los dos hijos del Cuerpo y la niña de nuestra edad, hija de los caseros, para el ingreso de Bachiller, impartiéndonos clases diarias siempre que sus obligaciones se lo permitían. Obligaciones en las que me vi involucrado por imposición de mi padre. Nada más comentar el Cura que necesitaba un monaguillo mi padre, sin consultar mi opinión, le ofreció mi colaboración "voluntaria", cuestión que vino a alterar mi tranquila vida. El párroco tenía la "mala costumbre" de oficiar la misa poco después de que cantara el gallo y aquellas "mañanitas" de invierno en la gélida y solitaria Iglesia eran muy difíciles de soportar.
Mi Jefe, gran observador, enseguida dio con la formula para aliviar penas y me pidió que le acompañara a oficiar las misas de las fiestas de los pueblos a las que yo, sin poner objeción a pesar de que los desplazamientos eran todos a pie, seguía contento pensando en el menú con que nos agasajarían aquel día. Era costumbre que el Cura y la Guardia Civil fueran invitados a la mesa de la mejor casa del lugar. Además siempre me caía una bienvenida propina.
En los entierros la
operación era la misma y todavía recuerdo mi regreso a casa, en una de estas
ocasiones, sintiéndome como Amancio Ortega, exhibiéndole en las narices a
mi madre un fajo de billetes de peseta en papel, fruto de mis buenos oficios
durante los sentidos responsos de aquel buen Pastor. Para más inri a fin de mes
me obsequiaba con una bolsa, entonces de tela, llena de monedas de perras
chicas, gordas e incluso alguna todavía de cobre, con que algún gracioso quería
descargar su mala conciencia.
Un día decidieron eliminar el Destacamento y mi padre fue destinado a un Puesto más próximo a la Civilización, pero esa es otra historia.
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